Bernal Díaz del Castillo, autor de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, cuenta que entre los lujos más exquisitos de Moctezuma destacaba el consumo de pescado fresco, traído a diario desde el Golfo de Veracruz por corredores esclavos que se relevaban para hacer el trayecto más deprisa.
Siempre los poderosos se han distinguido de la peña o plebe. El pescado fresco de entonces, transportado a la carrera, equivale a los coches de lujo que el concesionario facilita a los nuevos ricos saltándose el turno de espera, customizados para el ministro, el concejal, el monarca, el sindicalista...
O el barco que te regalan, la donación de un cáliz de brillantes, los restaurantes estrella Michelín, o los relojes epatantes que obsequia el patrocinador de un evento por ser vos quien sois, el balonmanista que vive en un palacio, el sindicalista que duerme en un colchón con plumas de 500 euros, o a las chicas para todo que les llevan a las fiestas, sin que se tengan que ocupar de nada, como si bastara ser elegido concejal para ir de putas gratis.
Y sobre todos ellos, o debajo, los que dicen “nosotros somos los que les traemos el pescado fresco a los chicos de la política, de la banca, de la iglesia, de los sindicatos».
Los que facilitamos en la barra del bar del Congreso y del Senado, de todas las Autonomías, los cubatas y gin tonics a precio de grifo.
O sea, los aduladores que consiguen sus caprichos, los que halagan sus vanidades, los asesores que les hacen creer en ese espejismo por el que se creen más guapos, más listos, más elegantes y más exquisitos que los demás, o hacerles sentirse seres de otra galaxia, alimentando su ego, poniéndoles en órbita con chutes de esa autoestima del pijo de mierda, de nuevo rico, siempre ligada a la posesión de presuntos objetos exclusivos. Los que la tienen más grande.
En la Turquía del 1600 existían unos esclavos que servían como correos del Imperio. Iban descalzos cruzando el Imperio Otomano. John Smith fue hecho prisionero y cuenta como esos hombres se herraban los talones como señal de distinción. Presumían al escuchar sus talones claveteados como herraduras resonando en los pasillos de palacio.
Sonaban los cascos en las losas de las calles, en los empedrados y rocas de los caminos ,y saltaban chispas al trotar en la oscuridad.
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