El que ha escalado los ocho miles de Thomas Mann sabe mucho del mundo, y de nuestra naturaleza.
A mi La Montaña Mágica, Los Bunderbroock , Muerte en Venecia, me dieron la vuelta y me enseñaron las junturas del alma.
Mann tenía un alma burguesa que me hizo entender la de muchas familias de alguno de los colegios donde impartí clase. Porque con él descubrí la cochinera interior que se ocultaba tras una fachada impecable.
Desde su juventud hasta el final de sus días Thomas Mann llevó un diario. Él mismo pidió en su testamento que sólo fuese leído veinte años después de su muerte.
En distintos cuadernos secretos había ido anotando los pormenores de su existencia. Cada jornada, una detrás de otra, fue describiendo detenidamente todos sus actos anodinos: miles de desayunos con huevos escalfados, miles de resfriados y mareos, miles de paseos sólo o acompañado de su mujer Katia o de su perro Toby por los bosques, por los parques de distintas ciudades donde vivió, en su patria o en el exilio de Suiza o de Norteamérica.
En esas páginas, escritas de forma minuciosa, el escritor dejaba constancia de las visitas de amigos, de los tés de las cinco de la tarde, de los viajes en tren, en coche o en barco, de las piezas de música oídas mientras se fumaba un puro antes de ir a la cama.
También de las poluciones nocturnas, de las masturbaciones y de otros movimientos de la carne, de las pulsiones homosexuales que sentía al ver a un joven y hermoso camarero.
Thomas Mann era de esas personas que piensan que cualquier nimiedad cotidiana tenía una trascendencia sublime por el simple hecho de que le ocurría a él . Tenía un ego enfermizo cuya alta estima era capaz de convertir un catarro en una categoría suprema.
Pero estos escritos secretos tienen la virtud de descubrirnos el derribo interior que se ocultaba detrás de una fachada impecable, sin una sola grieta. Estamos en la parte de atrás de un gran restaurante, donde se echan las basuras en el callejón del alma de este pobre hombre.
Pero estos escritos secretos tienen la virtud de descubrirnos el derribo interior que se ocultaba detrás de una fachada impecable, sin una sola grieta. Estamos en la parte de atrás de un gran restaurante, donde se echan las basuras en el callejón del alma de este pobre hombre.
Mann apestaba a esa perfección maquillada. Olía a cochinera. El hijo pródigo viendo comer a los cerdos, y zampando con las manos las sobras. No desea volver.
Este hombre se protegía bajo la máscara del burgués respetable.
A mi eso me sonaba: esa película ya la he visto muchas veces. Era un cobarde que ocultaba sus pasiones en la trinchera de sus obras de ficción.
Hay muchos Mann que en su diario, guardado bajo llave, confiesan su deseo turbio ante los cuerpos de los adolescentes, o reniega de una religión que cumple escrupulosamente, o de un Dios que no ama. Mucha mentira en los salones alfombrados del buen burgués....que oculta el suicidio en la vida real de dos de sus hermanas, una con arsénico y otra colgada de una viga.
Pero este hombre no pestañeaba ante el dolor.
Las imágenes de su vida muestran un joven triunfador con ínfulas que va envarándose para adquirir la forma de un caballero almidonado y de cartón , sentado en el sillón exacto. Un tipo con el bigote cada vez más recortado, rodeado de mujeres esfumadas con pamelas y vestidos blancos, hasta convertirse en un anciano pulcro en cuya mirada apagada se divisan a lo lejos todos los cerdos del mundo en su interior. Un hombre que había logrado encerrarse en cuclillas en la letrina de su alma para seguir siendo admirado sin dejar de ser respetado.
Y así hasta que la muerte le visitó, pero esta vez, ¡mala suerte!, ya no pudo anotarla en su diario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario