lunes, 9 de enero de 2017

LA SENTINA ESTERCOLADA DE UN ALMA.

El que ha  escalado los  ocho miles   de Thomas Mann sabe  mucho del  mundo, y de nuestra  naturaleza.

A mi La  Montaña Mágica, Los Bunderbroock , Muerte en Venecia, me dieron la vuelta y me enseñaron las junturas del alma.

Mann tenía un alma  burguesa  que me hizo entender la de muchas familias de  alguno de los colegios donde impartí clase. Porque con él descubrí la  cochinera   interior que se ocultaba tras una fachada impecable.

Desde su juventud hasta el final de sus días Thomas Mann llevó un diario. Él  mismo  pidió en  su testamento que  sólo fuese  leído veinte  años   después  de  su muerte.

En distintos cuadernos secretos había ido anotando los pormenores de su existencia. Cada jornada, una detrás de otra, fue describiendo  detenidamente    todos sus actos anodinos: miles de desayunos con huevos escalfados, miles de resfriados y mareos, miles de paseos sólo o acompañado de su mujer Katia o de su perro Toby por los bosques, por los parques de distintas ciudades donde vivió, en su patria o en el exilio de Suiza o de Norteamérica. 

En esas páginas,  escritas de forma minuciosa, el escritor dejaba constancia de las visitas de amigos, de los tés  de  las  cinco de la tarde, de los viajes en tren, en coche o en barco, de las piezas de música oídas mientras se fumaba un puro antes de ir a la cama.

También de las poluciones nocturnas, de las masturbaciones y de otros movimientos  de la carne, de las pulsiones homosexuales que sentía al ver a un joven y hermoso camarero. 

Thomas Mann era  de   esas  personas  que  piensan que cualquier nimiedad cotidiana tenía una trascendencia sublime por el simple hecho de que le ocurría a él . Tenía  un  ego  enfermizo cuya alta estima era capaz de convertir un catarro en una categoría suprema. 

Pero estos escritos secretos tienen la virtud de descubrirnos el derribo interior que se ocultaba detrás de una fachada impecable, sin una sola grieta. Estamos en  la  parte de  atrás  de  un  gran  restaurante, donde se  echan  las  basuras  en el  callejón  del  alma  de   este  pobre  hombre. 

Mann  apestaba a esa perfección maquillada. Olía  a cochinera. El  hijo  pródigo  viendo  comer  a los cerdos, y zampando  con  las  manos  las sobras. No  desea volver.

Este  hombre  se protegía  bajo  la máscara del burgués respetable. 

A mi eso  me sonaba: esa  película ya la he visto muchas  veces. Era un cobarde que  ocultaba sus pasiones en la trinchera de sus obras de ficción. 

Hay  muchos Mann que   en su diario, guardado bajo llave, confiesan su deseo turbio ante los cuerpos de los adolescentes, o reniega de una religión que cumple escrupulosamente, o de un Dios que no ama. Mucha mentira  en los salones alfombrados del  buen burgués....que oculta  el suicidio en la vida real de dos de sus hermanas, una con arsénico y otra colgada de una viga.

Pero este hombre  no pestañeaba ante el dolor.

Las imágenes  de su vida  muestran un  joven triunfador con ínfulas que va envarándose para adquirir la forma de un caballero almidonado y de cartón , sentado  en el sillón exacto. Un  tipo  con el bigote cada vez más recortado, rodeado de mujeres esfumadas con pamelas y vestidos blancos, hasta convertirse en un anciano pulcro en cuya mirada apagada se divisan a lo lejos todos  los cerdos del  mundo en  su interior. Un hombre  que había logrado encerrarse  en   cuclillas  en la  letrina de su alma para seguir siendo admirado sin dejar de ser respetado. 

Y así hasta que la muerte le visitó, pero esta vez, ¡mala suerte!,  ya no pudo anotarla en su diario.

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