Este domingo subí al Puigacalm.
Día muy brumoso. Una niebla densa, de un gris acerado, casi blanco. La ascensión es fácil y hacedera. El bosque adquiere vida distinta, como mágica. La belleza es inefable, casi mística, claustral. Está lleno de voces de niños. Son muchas las familias que vienen a pasar el día aquí.
Se cruzan en la espesura unos jabalís, una manada de diez. A juego con el encanto de las hojas de este otoño que aquí se muestra rabiosamente sonoras a nuestro paso. Me entusiasman estos colores. El alma parece
descansar en este mundo etéreo. ¡Dios mío qué paleta de colores !
Los troncos de las hayas parecen gigantes sudorosos perlados de resina y hongos blancos, pequeñitos.
En la cima, que me han dicho que goza de unas vistas exclusivas no se ve nada. La niebla barbuda está muy cerrada.
Regreso encantado.prometiéndome asistir otro día, y pronto, a esa epifanía.
Antes de regresar al aparcamiento caigo por un desnivel . Resbalo y me siento aéreo durante cuatro metros. La estozolada es de aúpa. Salen dos hombres de un coche y preguntan por mi estado. La verdad es que estoy vivo de milagro. La costalada ha sido de las que me dejarán moratones un tiempo. Y poco más.
- No es bueno ir solo a la montaña- me aconsejan.
¿Qué les puedo decir?
El móvil, que lo llevaba en el bolsillo trasero, roto.
La vida sigue. Es un milagro.
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