El averno era una tierra sin pájaros. Había lugares del planeta emanaban gases mortales que emponzoñaban la atmósfera. Cuando las aves sobrevolaban esos parajes el veneno les impedía batir las alas y caían muertas en la profundidad de unos agujeros pestilentes.
Tampoco podían acercarse a ellos ningún animal, ni siquiera los saurios más repugnantes.
Estando en Tamahú vi un inmenso estercolero donde cientos, miles de cuervos se nutrían de los restos de basuras que depositaban camiones que llegaban a ese valle de podredumbre.
Escribo, y huelo las miasmas de aquel día. Y el recuerdo de decenas de familias que se pegaban por rebuscar en la inmundicia restos de cosas.
El Averno, o la Gehena de la que habla Jesús , es nuestro corazón contaminado. El infierno somos nosotros . A los infiernos que ha creado la naturaleza se unen los que cultivamos los hombres. Sobre el agujero podrido de nuestro orgullo , de la codicia, del afán de poder, no volarán los pájaros ni podrá ningún otro animal acercarse por el agua o la tierra.
Lo peor del infierno es que está pasado de moda. El infierno ya no se lleva. ¿Quién cree en él? Cuando no hay un enemigo imaginable en el horizonte de la historia resulta que tenemos , como nunca antes, la capacidad de destruirnos. A la naturaleza convulsa se suma la estupidez humana.
Los antiguos tenían varios infiernos localizados en ciertos lugares pestilentes de la tierra conocida, pero algunos sabemos que es en el corazón del hombre de donde ni las cornejas se atreverían a anidar jamás por miedo a perecer a causa del humo que producían las ofrendas de nuestras miserables vidas.
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