Lo leí y me gustó:
En un poblado indio hacían el culto todas las tardes.
Había un gato que molestaba con sus andanzas y correrías, hurgando entre la bancada de madera, famélico, torvo, arqueándose al acariciar las piernas de la feligresía. Un gato de interior, de los que disfruta de las tiendas de campaña de fondo tibio, y muelle.
Un gato pirata, desgarrado y achulado: , cabriolero y divertido.
Juguetón ,se entretenía con la sombra fugitiva de las cosas. Cualquier ruido o movimiento que sucediera a su alrededor le hacía abrir los ojos desmesuradamente y parar en seco .
Como comprenderéis , el gato al brujo de la tribu no le hacía ninguna gracia. ¿Sabéis por qué?: el gato aunque sepa que el hombre es el rey de la creación se queda tan pancho: no es ni un parásito, ni un comensal, ni un asociado al hombre.
Y mandó que lo atasen fuera de la puerta del templo, que era una inmensa tienda de campaña.
Pasó el tiempo. El gato se murió y entonces la siguiente generación de creyentes compró un gato y lo ató a las puertas del templo, y las siguientes generaciones escribieron doctos tratados sobre la importancia de tener un gato ataviado a las puertas del templo.
Si lo pensamos un poco , exactamente esto es lo que pasa con nuestra fe.: que tenemos muchos gatos atados a la puerta de nuestro corazón, donde están nuestras creencias más profundas heredadas de un brujo cascarrabias, o de unos padres que no pasaron de la obediencia "perinde ac cadaver",o de ti, que nos has ido más allá de las verdades de una catequesis muy básica.
Demasiados gatos atados en la puerta de nuestra conciencia.
Demasiados gatos atados en la puerta de nuestra conciencia.
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