Recuerdo con una nitidez maravillosa los días de los columpios.
Hace mucho que no me columpio , en sentido menos metafórico del término. Mi padre , en Bielsa, construyó uno a la sombra de un tilo . Allí me balanceaba con fuerza, ayudado de las piernas hasta tocar casi el cielo y, de regreso en la parábola fantástica, volvía a impulsarme sintiendo el aire, la brisa en el rostro, y una sensación de libertad salvaje.
Pese a su equilibrio inestable el balanceo del columpio busca siempre el centro de gravedad. A veces la fuerza del impulso era tan grande que literalmente te elevabas por encima del sillín del columpio. Jugabas en el vuelo a dar más fuerza a la parábola ayudado de los brazos. Columpiarse es un ejercicio que le mantiene a uno siempre joven, porque permite equivocarse y meter la pata, ser libre y escéptico, volar y sentir la caricia del cielo.
Me gustaba, lo que más disfrutaba, la verdad, saltar cuando estabas en lo más alto de la parábola cordal y dejarme caer planeando al suelo.
A veces el morrazo era de campeonato.
Tengo que regresar a los días del columpio.
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